En los alrededores del estadio Azteca se realizan toda clase de trafiques. Reventa de boletos -incluso hasta más baratos que en taquilla-, compra de los mismos, distribución de mariguana -encubiertas con manzanas, adaptadas para enyerbarse a ritmo de “¡Goooya!”-, y hasta guardarropa, para los que se trajeron el cinturón o la mochila y no saben a quién dejárselo.
El ritual en Santa Úrsula es algo peculiar, más cuando se trata de un clásico entre Águilas y Pumas. Los auriazules tienen que circular por Tlalpan y los felinos por Insurgentes. La rutina, sin embargo, se rompe cuando algún grupito de despistados se sale de su ruta y pone en predicamentos a los cuerpos policiacos.
Entonces las maniobras obligan a reprender a quienes se han salido de su espacio. Porque concretamente en este día no es posible vestir determinada prenda en una zona que no está diseñada para ese lugar en específico.
“¡Dale dale ohhh, dale azul y orooo, dale dale Pumas, campeón!”, corea la impresionante cortina humana que presume los colores áureos en el inmueble azulcrema. El contraste lo buscan las Águilas en complicidad con el sonido local… que entona el Himno del América: “¡Aaaméeerica, Águilas!”, expresa el añejo cántico ochentero, obra de Carlos Blanco.
El espontáneo esfuerzo de los universitarios basta para imponerse a la pequeña porra amarilla, por más que ahora sí, la multitud que grita y sufre y que se guarda de toda clase de rituales, más que de reclamar su chela o hacer recordatorios familiares a diestra y siniestra, esta vez sí acude en masa al inmueble, para superar en número a sus oponentes.
Pero ellos, los de CU, son más ruidosos. Son los que llevan la fiesta en el corazón, los que se hacen sentir hasta rugir. Porque, después de todo, esto es un clásico, el de la inseguridad, el de los miedos, el de la venta de mole y pozole, porque aquí está en juego un poquito más de eso que llaman producto de gallina.