Moisés Muñoz posee la valentía de un campeón. Vuelo de un águila agónica, empecinada a ser monarca. Manos milagrosas, de dios amarillo que nada le pide a quienes defendieron de manera heroica la meta amarilla.
A él, el americanismo lo ama como nunca y los celeste lo odian y lo odian más por haberles quitado el cetro, cuando pensaban que ya lo tenían de manera agónica.
Además de atajadas, también tuvo cabeza, una testa maravillosa de Moi que apareció intempestiva, cuando la final parecía resuelta. Un certero remate con la frente para ser el gran gestor del triunfo americanista y hacerlo tan ganador como lo amerita una vuelta olímpica. Lo acompañó la suerte y el destino en esa jugada. Cuando la compensación expiraba su participación en un tiro de esquina hizo que tocara el balón hacia la portería y que Alejandro Castro lo mandara como un autogol.
Abrazo furibundo con sus compañeros, era la última jugada del partido para que Cruz Azul se quedara con la corona del balompié nacional. El meta de las Águilas se consagró en la historia de su equipo. Nadie le quitará en el anecdotario glorioso de los azulcrema que sirvió como el puntal de la resurrección rumbo a la estrella 11 en su escudo.
Después, en la serie de penales, donde las figuras de los guardametas suelen agigantarse ante los delanteros alevosos, tuvo el atrevimiento de decantar la serie a favor de los amarillos. Justo para dar el golpe de autoridad a los Cementeros, le detuvo el primer penalti de la serie a Javier Orozco. Cruz Azul se vino abajo en ese momento, América se volvió un ave iracunda hacia el trofeo de campeón.
Al final, dio los dos mazazos en el corazón de los Cementeros, y alentó a los suyos a no rendirse, que desde los 11 pasos llegaría la gloria.
Moi puede que no posea el carisma ni los chinos de Guillermo Ochoa, tampoco la estirpe legendaria de Miguel Zelada, pero tiene una fe en sí mismo para convertirse en el dios del undécimo título amarillo en el futbol mexicano.